La espontaneidad también merece una mesa

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Cristina Ybarra
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comer sin reservar

¿Cuándo fue la última vez que decidiste entrar en un restaurante sin reserva y te recibieron con una sonrisa? Probablemente hace más de lo que nos gustaría admitir. En un sector que cada día busca más precisión, previsión y eficiencia, la capacidad de improvisar, esa chispa espontánea que hacía de comer fuera una aventura cotidiana, se está extinguiendo.

El cliente moderno, convertido en planificador crónico, ha aprendido que, si no reserva con antelación, no hay mesa. Que, si se le ocurre salir a cenar un sábado sin agenda previa, lo más probable es que se enfrente a un portazo digital: “No hay disponibilidad”. 

Y, sin darnos cuenta, hemos renunciado a uno de los mayores placeres de la gastronomía: la libertad de decidir en el momento.

De la sorpresa al sistema

Es cierto que la profesionalización del sector ha traído beneficios indiscutibles: organización, optimización de costes, planificación de compras, gestión de personal y sostenibilidad en cocina. Reservar no solo ordena el flujo de clientes, también reduce el desperdicio y mejora la experiencia del comensal.

Pero en esa búsqueda de la perfección hemos perdido algo esencial: la acogida. Los restaurantes, que fueron durante siglos espacios de comunidad y encuentro, hoy parecen tan programados como una app de calendario. Y lo entendemos: los márgenes son estrechos, los costes suben y el no-show puede ser letal para un pequeño negocio. 

Aun así, conviene preguntarnos: ¿no estaremos sacrificando demasiado?

El valor de lo inesperado

Improvisar no significa desorden. Significa dejar margen para la vida. Para ese turista que pasa por delante y quiere conocer el lugar del que tanto oyó hablar. Para la pareja que decide celebrar su aniversario sin plan previo. Para ese comensal solitario que, al ver la carta en la entrada, se anima a probar por primera vez. Todos ellos están desapareciendo del mapa gastronómico simplemente porque no tienen reserva.

¿Qué mensaje estamos enviando a nuestros clientes cuando les decimos que la espontaneidad no cabe en nuestra sala? ¿Estamos construyendo templos de la exclusividad o cerrando la puerta al alma de la hospitalidad?

Una llamada a la flexibilidad

No se trata de renunciar al orden, sino de recuperar un mínimo margen de improvisación. Algunos restaurantes ya lo están haciendo: dejan una o dos mesas sin reservar, abren la barra a visitantes sin cita o permiten anotarse en una lista de espera presencial. Son gestos sencillos que reconectan al restaurante con su barrio, con el transeúnte, con el deseo repentino de disfrutar.

La excelencia no tiene por qué estar reñida con la espontaneidad. Al contrario: sorprender al cliente que llega sin avisar con un “sí, tenemos sitio” puede ser el primer paso de una experiencia memorable.

Volver a la raíz

Comer bien no es solo cuestión de técnica o planificación. También es emoción, impulso, deseo. Y si la gastronomía quiere seguir siendo relevante en la vida cotidiana de las personas, no puede permitirse ser inaccesible. Hay que dejar espacio, aunque sea simbólico, a lo imprevisto.

Por eso lanzo una invitación a chefs, hosteleros, gestores de sala y comensales: recuperemos juntos la capacidad de improvisar. Devolverle a la mesa ese lugar espontáneo de encuentro, placer y descubrimiento. Porque, a veces, lo mejor que nos puede pasar es no haberlo planeado.

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Cristina Ybarra