
Justo a la hora de las terrazas llenas, llegó el mayor apagón vivido en España. La península ibérica quedó a oscuras durante casi toda la tarde, sin muchas razones comprobadas…el resto es historia. Así, en un sector que vive del ritmo constante de hornos, freidoras y datáfonos, el silencio eléctrico puso a prueba la improvisación. A falta de fuego, ensaladas; ante la caída del TPV, papel y bolígrafo.
Para muchos encontrar bares abiertos fue el mejor refugio para soportar la paralización de la vida. La gastronomía se las apañó y las mesas se convirtieron en un espacio donde lo mismo compartir actualizaciones de los progresos energéticos que posibles rutas para llegar a casa.
Gastronomía a contrarreloj
Sin máquinas de ningún tipo, varios locales aguantaron con lo poco que tenían. Ensaladas, bebidas, patatas fritas o bocadillos y algún plato templado de la mañana que fiaron a muchos vecinos por la falta de efectivo. La cuenta se apuntaba como antes: en servilletas, o en el reverso de un ticket viejo. Pero la preocupación no era solo el servicio: eran los congeladores, las cámaras llenas. La factura que deja un día sin luz no se mide solo en lo no servido, sino en lo que no se podrá volver a vender.
El apagón trajo una sensación rara, una suerte de déjà vu a un pasado analógico que muchos no recordaban tan incómodo.
No se trataba de romantizar ni de volver a lo tradicional. Era supervivencia pura. Hacer lo que se puede con lo que se tiene. Servir, aunque sea solo por dignidad profesional. Muchos clientes lo agradecieron, pero no hay gratitud que pague un congelador entero perdido.
Pausa forzada con factura millonaria
Lo vivido este lunes no fue solo anecdótico, sino que tiene también una dura repercusión económica en el sector: reservas perdidas, productos desperdiciados, etc. que afectará sobre todo a los negocios más pequeños. Aun así, la hostelería no solo ha demostrado su capacidad de resiliencia, se reinventó, resistió y ratificó ser parte del ADN español, la que incluso en tiempos de crisis, salva.