El pan no era un lujo hasta que lo convertimos en uno

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Cristina Ybarra
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Durante siglos, el pan fue el alimento por excelencia. El que calmaba el hambre, el que estaba siempre en la mesa. El que no se cuestionaba. Pero hoy, en pleno 2025, parece que comer buen pan es un privilegio.

Lo que antes era una barra sencilla, elaborada con harina, agua, sal y levadura, hoy es una pieza de autor, fermentada durante 48 horas, con trigos antiguos y corteza que cruje como una sinfonía. Del pan que costaba menos que una botella de agua, hemos pasado a hogazas de masa madre que rivalizan en precio con una botella de vino.

¿En qué momento el pan dejó de ser pan para convertirse en un artículo de lujo?

El pan industrial: el principio del fin

La respuesta, como casi siempre, está en la industrialización. A medida que las grandes superficies inundaron los hogares con pan de molde insípido, bollería ultraprocesada y baguettes precongeladas, el pan perdió su alma. Se volvió barato, blando, anodino.

Y entonces surgió la contra reacción: los panaderos artesanos que quisieron recuperar las recetas de sus abuelos, las fermentaciones lentas, los cereales autóctonos. Así nació el nuevo pan de culto. El que no se compra, se elige. El que huele a trigo, pesa en la mano y no necesita más acompañamiento que un chorrito de buen aceite.

Del “pan nuestro de cada día” al “pan que pocos pueden pagar”

Pero este renacimiento tiene su lado oscuro: el pan bueno es cada vez más escaso y caro. Los costes de producción, el precio de las harinas ecológicas, el tiempo invertido en la fermentación… todo suma. Y el resultado es un producto exquisito, sí, pero no siempre accesible.

Paradójicamente, el alimento más humilde ha sido secuestrado por las élites del gusto. Mientras tanto, en muchas casas, el pan se ha vuelto prescindible. Un acompañamiento caro, una caloría vacía, algo que ya no entra en la dieta moderna. Lo que antes era básico, ahora es opcional.

¿Qué hay detrás de una buena hogaza?

Hacer pan como antes es un acto de resistencia. Significa renunciar a los atajos, entender los tiempos de la naturaleza y respetar al cereal. Significa trabajar con masa madre viva, con temperaturas controladas, con harina sin blanquear ni aditivos.

Significa, en definitiva, poner el alma en algo que la mayoría da por hecho.

Por eso el pan artesanal cuesta lo que cuesta. No solo compras harina: compras conocimiento, oficio, respeto por la tradición. Y eso, en tiempos de inmediatez, no es barato.

Panes que hablan de identidad

Cada país, cada región, cada pueblo tiene su pan: la ciabatta italiana, la baguette francesa, la telera andaluza, el bolillo mexicano, la hallulla chilena o el pan de agua dominicano. Y todos, en su esencia, hablan de lo mismo: comunidad, horno, manos que amasan.

Preservar estos panes no es solo un gesto gastronómico. Es una forma de mantener vivas nuestras culturas alimentarias. Y también de resistir al pan clonado, despersonalizado y vendido al peso en plásticos anónimos.

El pan no debería ser una moda ni un capricho gourmet. Pero mientras lo sigamos tratando como algo menor o automático, será solo eso. Un envoltorio para el bocadillo. Un fondo en el plato del restaurante. Una excusa para empujar la salsa.

Hasta que volvamos a valorarlo como lo que es: un alimento sagrado, compartido, vivo. Y sí, quizás un poco más caro. Pero también infinitamente más digno.

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