
Acabo de regresar de un viaje a Chicago y no puedo dejar de pensar en lo incómodo —y a veces indignante— que me resultó (una vez más) el sistema de propinas en Estados Unidos. Lo que en muchas culturas es un gesto voluntario para agradecer un servicio atento, allí se ha convertido en una obligación implícita. No es legalmente obligatorio, pero socialmente, no dejar entre un 18% y un 25% de propina es (casi) considerado una ofensa. Aunque el servicio haya sido mecánico, frío o incluso negligente.
Estados Unidos arrastra un modelo laboral que no ha sabido —o no ha querido— reformarse. El salario mínimo para los trabajadores del sector servicios lleva congelado desde la era Obama. Sin embargo, el presidente Donald Trump, en su última campaña hacia la Casa Blanca, tenía en su programa una revisión del sistema de propinas, con el objetivo de exonerarlas fiscalmente, es decir, que las propinas no paguen impuestos federales, lo cual —según sus defensores— permitiría que los trabajadores conserven el 100 % de lo recibido.
“Las propinas deben ser completamente tuyas. No más impuestos sobre lo que te ganas con esfuerzo”, prometió Trump durante un mitin en Las Vegas. Pero esta medida, lejos de solucionar la precariedad estructural del sector, parece más una distracción populista que una solución real al problema.
Mientras tanto, ¿Qué sucede? Que la responsabilidad de mantener el sustento de los camareros recae, injustamente, en el cliente. Pero el comensal no es el culpable de que no se haya actualizado la legislación. Lo que sí sufre es la consecuencia directa: precios elevadísimos por comida mediocre, seguidos de un cargo emocional que te empuja a pagar un porcentaje extra por un servicio que, en muchos casos, ni siquiera cumple con lo básico.
La cultura de la propina: ¿reconocimiento o rutina impuesta?
En uno de los bares más concurridos de la ciudad, pedí una cerveza. El camarero apenas me miró, abrió el frigorífico, sacó un botellín y lo dejó sobre la barra sin mediar palabra. Y aun así, el TPV ya sugería, con una sonrisa digital, propinas desde el 20%. ¿Por qué premiar ese gesto automático? ¿Dónde queda el incentivo al buen servicio si la propina es prácticamente automática?
Este modelo genera un deterioro generalizado en la calidad del servicio. Si el camarero sabe que cobrará lo mismo si te atiende con desgana o con dedicación, ¿qué sentido tiene esforzarse? Se pervierte la relación entre cliente y trabajador, y se institucionaliza una cultura de la propina que deja a todos incómodos: al cliente, culpable si no paga; al camarero, expuesto a la inestabilidad; y a la hostelería, atrapada en un sistema disfuncional.
A esto se suma que comer en Estados Unidos se ha vuelto un auténtico lujo. La inflación ha convertido cualquier plato medio decente en un gasto que roza lo irracional. No es de extrañar que tantos ciudadanos terminen por recurrir a comida rápida de baja calidad como única opción viable. Lo barato sale caro, pero lo caro ya no es opción.
La propina debería ser una recompensa, no un impuesto encubierto. Una forma de decir “gracias por tu excelente servicio”. En su estado actual, es un sistema que desmotiva, frustra y degrada tanto al comensal como al profesional.
Como ya escribí hace unas semanas, la profesión de camarero y la ilusión por trabajar en hostelería se está perdiendo en España. Puedes leer más en ¿Quién quiere ser camarero? La crisis de vocación. Y lo preocupante es que no es un problema exclusivamente español. Estas políticas de propinas mal entendidas están contribuyendo a que la profesionalidad y el buen hacer en bares y restaurantes del mundo desaparezcan.
“El sistema de propinas no sólo refleja la precariedad de la hostelería, sino que perpetúa una desigualdad entre trabajadores que va más allá del trato al cliente”, alerta el colectivo One Fair Wage, que lucha por eliminar el salario submínimo para camareros en EE.UU.
Quizás el cambio empiece por volver a dignificar la profesión de camarero y los salarios. Por entender que el buen servicio no debería depender de la simpatía del cliente ni del azar de una buena noche. Y sobre todo, por asumir que el respeto a los trabajadores pasa por no hacerles depender de una moneda al aire disfrazada de gesto voluntario.