
Vivimos con la impaciencia como hábito. En este mundo del “todo ahora”, donde un clic nos trae la compra a casa en horas y donde las redes sociales nos enseñan vidas editadas en segundos, hemos perdido el valor de esperar. Y en verano, cuando salimos a disfrutar de una comida o una cena en una terraza frente al mar, esa impaciencia se convierte en impiedad. Basta que pasen cinco minutos sin que nos tomen nota para que empecemos a bufar. Diez, y ya estamos escribiendo una reseña mental que luego se publicará en voz alta en Google.
Pero ¿realmente estamos esperando demasiado? ¿O hemos dejado de observar lo que ocurre a nuestro alrededor?
Porque no es lo mismo que un camarero esté en la barra, charlando con su compañero mientras el comedor se llena, que ver a una profesional de sala corriendo, literalmente, con tres platos en el brazo y la bandeja en alto mientras sonríe a una familia que le pregunta si tienen menú infantil. No es lo mismo ver a un joven revisando su Instagram junto a la cafetera, que a otro compañero que no ha parado ni para beber agua desde hace tres horas, y que a pesar del calor y la presión, todavía logra preguntarte si todo está a tu gusto con una sonrisa.
Hemos dejado de mirar con empatía
No estoy diciendo que no exista el mal servicio: claro que lo hay. Existen establecimientos donde el desinterés se huele antes que el aroma del pan caliente. Pero no se puede juzgar con la misma vara a todos los profesionales que sostienen la experiencia gastronómica con el sudor en la frente y los pies doloridos.
La restauración en verano es un terreno extremo. Turnos infinitos, clientes que duplican la capacidad habitual, personal de refuerzo sin experiencia, cocinas al límite de producción… ¿De verdad creemos que un camarero nos ignora porque sí? ¿O es que estamos tan centrados en nuestra percepción como comensales que no vemos todo lo que se está haciendo para atendernos?
También hay culpa en los móviles
Sí, hay camareros que usan su teléfono en horario de trabajo, y eso es imperdonable. No por el uso en sí, sino porque rompe con el compromiso del oficio, con esa parte invisible de hospitalidad que hace que el cliente se sienta cuidado. Pero también hay clientes que interrumpen a los camareros mientras están tomando nota en otra mesa, que hacen stories eternos sin dejar servir el plato, o que cambian de opinión tres veces sobre el punto de cocción.
La atención va en dos direcciones. Y muchas veces, quien más exige es quien menos ofrece.
Paciencia, humanidad, respeto. Tres palabras que deberíamos rescatar de nuestro diccionario emocional. Porque la hostelería es un sector de personas para personas. Y aunque las prisas manden en nuestra vida diaria, no deberíamos llevarlas a la mesa. Comer fuera es, o debería ser, una pausa. Una celebración, un refugio, una experiencia. Y eso implica tiempo. El de la cocina, el del servicio, el de los detalles.
Criticar el mal servicio es legítimo. Pero desquitarse con quien está dando lo mejor de sí en condiciones extremas es injusto. A veces, solo hace falta mirar a los ojos de quien nos atiende para entender que está haciendo su parte, y más.
Así que la próxima vez que esperes tu cerveza, tu ensalada o tu cuenta, pregúntate si estás realmente siendo ignorado… o si simplemente estás viviendo en un mundo que ha dejado de saber esperar.