
Cuando un decreto papal prohibió a los judíos vender productos lácteos, la crostata de ricotta e visciole sobrevivió y más que eso se consolidó entre los predios del Vaticano. Más que por su sabor se le atribuye especial significado por su resistencia y creatividad. De hecho, The Vatican Cookbook, la incluye entre los platos favoritos de pontífices y cardenales.
Aunque nació en Sicilia, fue en el gueto judío de Roma donde la crostata encontró su verdadera identidad. Su popularidad se remonta al siglo XVI, cuando los pasteleros del barrio buscaron una forma de burlar la ley. La solución fue esconder la ricotta bajo una capa de masa quebrada, que no solo le otorgó sabor sino también su secreto.
Hoy la panadería kosher Il Boccione en Roma resguarda al dedillo cada detalle de su elaboración. Mientras, es habitual en las cafeterías cercanas a la Basílica de San Pedro, e incluso en las cocinas del Vaticano.
Por su parte, los romanos han creado versiones distintas. Por eso no de extrañar encontrar su masa crujiente aderezada con cacao, anisetta (licor de anís), visciole o cerezas silvestres.
La base de la receta es una masa quebrada clásica, que se deja reposar en frío. Luego se forra un molde, se pincha la base, y se vierte el relleno, que puede llevar ricotta batida con huevo, azúcar y ralladura de limón. Por último, se cubre con una segunda capa de masa o un enrejado decorativo y se hornea hasta que la superficie esté dorada y crujiente.
Lee también: La cena blanca, el primer banquete del nuevo Papa