¿Pueden los traumas cambiar cómo percibimos los sabores? Sí, y más de lo que imaginas

¿Pueden los traumas cambiar cómo percibimos los sabores? Sí, y más de lo que imaginas
Cuando un alimento queda ligado a una vivencia negativa, el cerebro puede crear un mecanismo de defensa que modifica la percepción del sabor, volviéndolo insípido, desagradable o directamente rechazable.
Los traumas psicológicos y el estrés pueden modificar la percepción del sabor
Los traumas psicológicos y el estrés pueden modificar la percepción del sabor
Jueves, Diciembre 11, 2025 - 18:46

El efecto Proust —también conocido como efecto Ratatouille— describe cómo un olor o sabor puede transportarnos a un recuerdo con una intensidad sorprendente. A veces nos lleva a momentos felices de la infancia, pero otras puede reactivar experiencias dolorosas. 

Lo que no todo el mundo sabe es que existe un fenómeno inverso: los traumas pueden alterar la manera en que percibimos ciertos sabores.

El cerebro rechaza alimentos como mecanismo de defensa

Cuando un alimento queda ligado a una vivencia negativa o a una persona asociada al dolor, el cerebro puede crear un mecanismo de defensa. Para protegernos, modifica la percepción del sabor, volviéndolo insípido, desagradable o directamente rechazable. Este bloqueo sensorial evita que nos expongamos al estímulo que reaviva el trauma. En algunos casos, esta reacción se percibe incluso como un alivio emocional, porque ayuda a tomar distancia de aquello que duele.

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¿Por qué buscamos alimentos dulces cuando estamos tristes?

El estrés y la ansiedad también modifican nuestra relación con la comida. Cuando vivimos una ruptura, una jornada agotadora o un disgusto emocional, solemos buscar sabores dulces para reconfortarnos —como ese icónico bote de helado que aparece en todas las películas románticas. Sin embargo, aunque recurrimos a la comida para calmar el malestar, no la disfrutamos del todo, y la sensación de saciedad emocional no llega.

La explicación está en nuestras hormonas: el estrés incrementa los glucocorticoides, derivados del cortisol, que dificultan la liberación de serotonina y dopamina, responsables del placer y el bienestar. Por eso buscamos azúcar, que sí favorece esos neurotransmisores, pero a la vez sentimos que “no sabe igual”. Lo mismo ocurre con el sabor umami —el gran olvidado— y con el amargo, que también se atenúan bajo estrés.

El umami, encargado de decirnos si algo salado es realmente sabroso, suele ser el primero en apagarse. Por eso alimentos ricos en este sabor, como el queso, pueden percibirse más planos o menos apetecibles en momentos de ansiedad.

Investigadores de la Universidad de Granada revelaron en un estudio en 2012 que el estrés reduce el rechazo al café, mientras que lo provoca al chocolate, sobre todo en aquellas personas que consumen regularmente alimentos amargos.

Punto positivo: los sabores frescos son los primeros en recuperarse

La fruta y la mayoría de las verduras contienen notas amargas, ácidas o umami, que son precisamente las más sensibles a los cambios hormonales derivados del estrés o de experiencias traumáticas.

Aun así, suelen ser los primeros alimentos en recuperar su intensidad y su placer sensorial, porque no generan saturación dopaminérgica y el cuerpo vuelve a interpretarlos como “alimento seguro”.

En resumen: el trauma afecta al gusto… pero todo tiene solución

Un trauma también puede:

  • bloquear la percepción placentera de cierto sabor,

  • generar rechazo a determinados alimentos que antes se disfrutaban,

  • o modificar el apetito de forma más amplia.

Esto puede hacer más difícil mantener un estilo de vida saludable, porque el cuerpo busca lo que distrae o consuela, no lo que nutre. Sin embargo, cuando el nivel de estrés disminuye, los receptores del gusto vuelven a funcionar con más normalidad.

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