
La sostenibilidad se ha convertido en la palabra mágica de la gastronomía. Se repite en congresos, en discursos políticos, en cartas de restaurantes. Parece que sin ella no hay futuro, pero la realidad es que, a base de repetirla tanto, la hemos convertido en un término vacío, un envoltorio bonito que muchas veces no se corresponde con lo que ocurre dentro de un negocio. Y mientras tanto, los restaurantes, sobre todo los pequeños, cargan con una presión que los está dejando sin aire. Porque está muy bien hablar de huertos urbanos y de reducir la huella de carbono, pero si al final los números no salen, si la contabilidad está en rojo, no hay sostenibilidad posible.
Lo planteaba con claridad Javi Antoja en un debate de Auténtica Premium Food Fest 2025, recogido por Excelencias Gourmet: “¿Qué es realmente ser sostenibles? ¿Va de tener un huerto en la azotea o un puñado de recetas verdes?” Esa pregunta, que parece casi una broma, pone el dedo en la llaga. Hemos confundido la sostenibilidad con gestos cosméticos, con detalles que suenan bien en redes sociales, pero que no garantizan la supervivencia de un restaurante.
La sostenibilidad se nos ha escapado de las manos
El chef Ignacio Echapresto, de Venta Moncalvillo, dio con la clave: “La sostenibilidad pasa primero por creértela, segundo por aplicarla y tercero por sostenerla en el tiempo.” Y ese “sostenerla en el tiempo” es lo que falla. Porque claro, es fácil anunciar que cocinas con productos de proximidad, o que has cambiado parte de la iluminación del local por bombillas de bajo consumo, pero cuando llegan los gastos reales —la factura de la luz, el alquiler, la subida de salarios, el precio de la materia prima— mantener ese compromiso se convierte en misión imposible. Muchos restaurantes intentan sostener el discurso, pero la realidad económica los arrastra.
El problema no es solo económico, también es semántico. Lo dijo sin rodeos Marcos Granda, de Skina: “Sostenibilidad es una palabra que ya está vacía.” Y tiene razón. La hemos manoseado tanto que ha perdido su sentido. Hoy parece que basta con cambiar las pajitas de plástico por unas biodegradables para ser sostenibles. Y no, eso no es sostenibilidad, eso es marketing. El cliente lo nota, lo huele y acaba desconfiando. Y cuando el comensal percibe que le venden humo, la credibilidad se pierde, y eso sí que no hay manera de recuperarlo.
Y mientras discutimos sobre teorías, la realidad avanza a golpes. Cada pocas semanas en Excelencias Gourmet tenemos que actualizar la lista de cierres de restaurantes. Y no hablamos de proyectos mal planteados, hablamos de casas con prestigio, con clientela fiel, con un nombre ganado a pulso. El último en bajar la persiana ha sido Berlanga, y lo confieso: me ha dolido. Era uno de mis lugares favoritos para comer arroz en Madrid. Allí disfruté de comidas que ahora forman parte de mi memoria personal, y ver cómo un sitio así no consigue resistir me produce una mezcla de tristeza e indignación. Porque no se trata solo de un negocio que desaparece, se trata de la pérdida de un rincón donde la gente se reunía, compartía mesa y se sentía en casa. Y eso es insustituible.
Lo que de verdad significa ser sostenible
El chef Toño Pérez, de Atrio, lo recordó en ese mismo debate en Sevilla: “la sostenibilidad no es únicamente medio ambiente, también es social”. Y aquí está el gran olvido. No sirve de nada presumir de kilómetro cero si los equipos trabajan en condiciones precarias, si los horarios siguen siendo imposibles, si la conciliación brilla por su ausencia. No podemos hablar de futuro sostenible mientras la profesión se quema a este ritmo.
Y no lo dice solo él. Otro gran cocinero y empresario como Jordi Cruz lo expresó sin tapujos en otra ocasión: el personal de hostelería ya no busca únicamente lo económico, sino calidad de vida, tiempo libre y conciliación. Es una demanda legítima y cada vez más extendida; no basta con pagar sueldos competitivos, también hay que ofrecer un futuro compatible con vivir dignamente.
Tampoco podemos —ni debemos— olvidarnos de lo rural. ¿De qué vale decir que un restaurante es sostenible si los pueblos de donde sale el producto se vacían porque los agricultores y ganaderos no pueden vivir de su trabajo? Sin campo no hay producto, y sin producto no hay cocina. Lo sabemos todos, pero seguimos actuando como si fuese una parte secundaria del relato.
A todo esto se suma otro desafío igual de urgente: el cambio generacional en la hostelería. Lo señalaban con claridad dos voces de peso: Hostelería de España y Marcas de Restauración. Desde la primera se advertía de un relevo insuficiente: los jóvenes no ven atractivo el sector por la dureza de los horarios y la inestabilidad laboral. Y desde la segunda se recordaba que la sostenibilidad también pasa por garantizar que haya futuro profesional, por crear condiciones que inviten a nuevas generaciones a quedarse y crecer dentro de la hostelería.
¿De qué sirve hablar de sostenibilidad si los que deberían sostener los restaurantes del mañana se van a otros sectores? No podemos construir un relato de futuro si no aseguramos que habrá quien quiera abrir las persianas y encender los fogones dentro de diez o veinte años.
Al final, sostenibilidad debería significar equilibrio: entre cuidar el planeta, cuidar a las personas que trabajan en la hostelería y cuidar la cuenta de resultados para que el restaurante pueda seguir existiendo. Sin rentabilidad, nada de lo demás se sostiene. Y ahí está el gran reto: dejar de usar la palabra como eslogan y empezar a aplicarla de verdad, con políticas realistas, con apoyo institucional y con la honestidad de reconocer que un restaurante que cierra no es sostenible, por mucho que tuviera pajitas de papel.
Porque la sostenibilidad debería ser una brújula que oriente el camino, no una condena que lleve al cierre de los lugares donde comemos, celebramos y vivimos parte de nuestra cultura. Y si no lo entendemos así, seguiremos llenando discursos de buenas intenciones mientras vemos cómo desaparecen restaurantes que nunca deberían haberse apagado.